El jardín de Yoko Ono es un territorio tan vasto y desconocido como dispuesto al alcance de los sentidos de cualquiera que por él se interese. Uno tiene la tentación de pensar que ha estado ahí casi desde siempre, como la luz o los océanos, al menos desde que este mundo postmoderno nuestro es este mundo. La puerta de entrada a la obra de la niponeoyorkina está abierta de par en par y a la vista de todos desde su principio a mediados del siglo pasado, pero se ha ido cubriendo de una maleza impenetrable.
Al acercarnos a aquello, se distinguen a primera vista las espinas que la cubren. Unas son naturales y han brotado de las ramas de las zarzas del tiempo y todos sus caprichos, como suele ocurrir con las obras y vidas humanas. Pero otras están hechas de cristales o alambres afilados como cuchillas, electrificados o impregnados de veneno. Éstas han sido dispuestas por sus enemigos en las guerras mentales de las últimas décadas.
Unos, beatlemaniacos (o lennonmaniacos) ignorantes y engañados, se creyeron a pies juntillas el cuento de la oscura y maléfica bruja Yoko, la devora hombres, la separa bandas. Otros, sus detractores mentirosos, esa prensa amarilla y musical a ambos lados del charco (a veces disfrazada de ensayismo y literatura) buscó la carne más débil donde hincar el colmillo y destiló el odio populachero. Detrás de ellos, a veces parecen verse los intereses de la derecha estadounidense más dada al complot y la persecución política, la que, de tener que aguantar vivo a Lennon, lo prefería absorto en su colorista rebeldía beatle, apartado de manifestaciones, mujeres, yippies y guetos negros, y no con una mujer inteligente, creadora y de armas tomar a su lado.
La sátira, la caricatura y la mentira se han cebado con el jardín Ono desde 1968. En el trasfondo de esa yokofobia habita, prístino, el miedo: primero, a la mujer creadora de mundos, poderosa, transformadora, liberadora, independiente y reivindicadora de su existencia y género. Después a la extranjera, la que habla en lenguas extrañas y procede de un mundo lejano que ya no resulta exótico, con cuya cultura no encontramos parecido. Yoko ha sido doble o triplemente extranjera. Su condición de japonesa emigrada a los EEUU resume dos de ellas. La de emigrante desde la vanguardia al pop es otra, aunque mucho menos traumática.
Al pensar en la imagen que se ha conformado de Yoko no conviene olvidar algo de lo que el presente global también ha borrado casi todas las señales: la desconfianza norteamericana hacia el peligro amarillo. No conviene olvidar Pearl Harbor, Hiroshima/Nagasaki, Vietnam... La leyenda de la bruja Yoko es la del mitológico demonio oriental. Las cartas llegaban a John con avisos sobre esa pérfida mujer que sigilosamente le cortaría el cuello cuando él durmiera. Yoko era un enigma y no sonreía. Yoko hacia cosas raras. Yoko habrá sido muchas cosas pero una de las más claras fue servir de blanco del racismo, el machismo y lo reaccionario. Prueben a juntar esto con el prejuicio hacia los inmejorables orígenes económicos de nuestra pionera y su condición de compañera e igual en batallas artísticas, vitales, esposa, viuda (¡y heredera!) de uno de los iconos del siglo, y el coctel de destrucción masiva estará servido.
Al acercarnos a aquello, se distinguen a primera vista las espinas que la cubren. Unas son naturales y han brotado de las ramas de las zarzas del tiempo y todos sus caprichos, como suele ocurrir con las obras y vidas humanas. Pero otras están hechas de cristales o alambres afilados como cuchillas, electrificados o impregnados de veneno. Éstas han sido dispuestas por sus enemigos en las guerras mentales de las últimas décadas.
Unos, beatlemaniacos (o lennonmaniacos) ignorantes y engañados, se creyeron a pies juntillas el cuento de la oscura y maléfica bruja Yoko, la devora hombres, la separa bandas. Otros, sus detractores mentirosos, esa prensa amarilla y musical a ambos lados del charco (a veces disfrazada de ensayismo y literatura) buscó la carne más débil donde hincar el colmillo y destiló el odio populachero. Detrás de ellos, a veces parecen verse los intereses de la derecha estadounidense más dada al complot y la persecución política, la que, de tener que aguantar vivo a Lennon, lo prefería absorto en su colorista rebeldía beatle, apartado de manifestaciones, mujeres, yippies y guetos negros, y no con una mujer inteligente, creadora y de armas tomar a su lado.
La sátira, la caricatura y la mentira se han cebado con el jardín Ono desde 1968. En el trasfondo de esa yokofobia habita, prístino, el miedo: primero, a la mujer creadora de mundos, poderosa, transformadora, liberadora, independiente y reivindicadora de su existencia y género. Después a la extranjera, la que habla en lenguas extrañas y procede de un mundo lejano que ya no resulta exótico, con cuya cultura no encontramos parecido. Yoko ha sido doble o triplemente extranjera. Su condición de japonesa emigrada a los EEUU resume dos de ellas. La de emigrante desde la vanguardia al pop es otra, aunque mucho menos traumática.
Al pensar en la imagen que se ha conformado de Yoko no conviene olvidar algo de lo que el presente global también ha borrado casi todas las señales: la desconfianza norteamericana hacia el peligro amarillo. No conviene olvidar Pearl Harbor, Hiroshima/Nagasaki, Vietnam... La leyenda de la bruja Yoko es la del mitológico demonio oriental. Las cartas llegaban a John con avisos sobre esa pérfida mujer que sigilosamente le cortaría el cuello cuando él durmiera. Yoko era un enigma y no sonreía. Yoko hacia cosas raras. Yoko habrá sido muchas cosas pero una de las más claras fue servir de blanco del racismo, el machismo y lo reaccionario. Prueben a juntar esto con el prejuicio hacia los inmejorables orígenes económicos de nuestra pionera y su condición de compañera e igual en batallas artísticas, vitales, esposa, viuda (¡y heredera!) de uno de los iconos del siglo, y el coctel de destrucción masiva estará servido.
Y sin embargo entrar en el mundo de Yoko, en la selva y laberinto de su obra a lo largo de sesenta años largos, es tan sencillo. Sólo hay traspasar una puerta abierta que está hecha de aire moviéndose.
Eso está ocurriendo en los últimos años y así las zarzas van poco a poco desapareciendo. La muy veterana (pronto será octogenaria) aunque muy en forma Yoko, su persistencia, la constancia de su sonrisa hacia el mundo que la ha zarandeado tantas veces, ha acabado por encontrar un público devoto desde que cambiara el milenio.
Lo cierto es que su esencial obra conceptual, tanto literaria como plástica o fílmica, su legado como integrante de Fluxus y como performer no ha dejado de crecer en valor para críticos y públicos especializados, interesados en tales cuestiones. Pero con su obra pop ha sido otra cosa hasta que, hace unos pocos años, el mainstream dejó de prestarle atención a esta terrible viuda negra. Entonces la sección más inquieta del universo indie comenzó a reivindicarla.
La publicación en 1992 de Onobox, un lujoso recopilatorio en seis discos agrupados por época y tema de buena parte de lo más significativo del cancionero y legado rock experimental entre 1968 y 1985, atrajo el foco de atención. Onobox ponía al descubierto un legado poderoso, llenos de aciertos pop y experimentaciones que habían superado la prueba del tiempo, que no parecían envejecer sino actualizarse. La caja venía provista de una llave de cristal transparente que abría un mundo, ese jardín.
La década pasada comenzó un proceso masivo de roturas de la barrera de espinos y entradas furtivas en ese jardín que seguía labrándose delicadamente en múltiples rincones y recovecos al margen de todo, abierto a todo. Sobre todo pudo verse en 2007, cuando fueron publicados dos álbumes que ponían al día el cancionero de Ono. Yes, I'm a Witch donde Ono reinterpretaba sus canciones con grandes colaboraciones de Jason Pierce, The Apples In Stereo, Antony, Cat Power, Dj Spooky, Porcupine Tree, Peaches o Le Tigre, entre otros. Y el disco de remezclas más orientado a las pistas de baile Open Your Box donde hacían lo propio figuras como Basement Jaxx, Felix Da Housecat o Pet Shop Boys.
Eso está ocurriendo en los últimos años y así las zarzas van poco a poco desapareciendo. La muy veterana (pronto será octogenaria) aunque muy en forma Yoko, su persistencia, la constancia de su sonrisa hacia el mundo que la ha zarandeado tantas veces, ha acabado por encontrar un público devoto desde que cambiara el milenio.
Lo cierto es que su esencial obra conceptual, tanto literaria como plástica o fílmica, su legado como integrante de Fluxus y como performer no ha dejado de crecer en valor para críticos y públicos especializados, interesados en tales cuestiones. Pero con su obra pop ha sido otra cosa hasta que, hace unos pocos años, el mainstream dejó de prestarle atención a esta terrible viuda negra. Entonces la sección más inquieta del universo indie comenzó a reivindicarla.
La publicación en 1992 de Onobox, un lujoso recopilatorio en seis discos agrupados por época y tema de buena parte de lo más significativo del cancionero y legado rock experimental entre 1968 y 1985, atrajo el foco de atención. Onobox ponía al descubierto un legado poderoso, llenos de aciertos pop y experimentaciones que habían superado la prueba del tiempo, que no parecían envejecer sino actualizarse. La caja venía provista de una llave de cristal transparente que abría un mundo, ese jardín.
La década pasada comenzó un proceso masivo de roturas de la barrera de espinos y entradas furtivas en ese jardín que seguía labrándose delicadamente en múltiples rincones y recovecos al margen de todo, abierto a todo. Sobre todo pudo verse en 2007, cuando fueron publicados dos álbumes que ponían al día el cancionero de Ono. Yes, I'm a Witch donde Ono reinterpretaba sus canciones con grandes colaboraciones de Jason Pierce, The Apples In Stereo, Antony, Cat Power, Dj Spooky, Porcupine Tree, Peaches o Le Tigre, entre otros. Y el disco de remezclas más orientado a las pistas de baile Open Your Box donde hacían lo propio figuras como Basement Jaxx, Felix Da Housecat o Pet Shop Boys.
Después de ese doble homenaje, Ono ha recuperado su actividad musical. A finales de 2009 publicó el elepé Between My Head and the Sky junto a una nueva Plastic Ono Band que incluye a Cornelius, Yuka Honda (Cibo Matto) y el mismo Sean Lennon como director musical y productor.
En los últimos meses, se multiplican las noticias que tiene a Ono como protagonista musical. Así en 2012 han visto la luz la fantástica colaboración con The Flaming Lips (cuarto de los EPs grabados en colaboración por la banda de Wayne Coyne en 2011, tras Neon Indian, Prefuse 73 y Lightning Bolt) y más recientemente, el disco con Kim Gordon y Thuston Moore (ya ex) Sonic Youth, en un intento demasiado previsible de juntar las disonancia y la energía eléctrica de éstos con la parte más experimental del grito primario, vía No Wave.
En los últimos meses, se multiplican las noticias que tiene a Ono como protagonista musical. Así en 2012 han visto la luz la fantástica colaboración con The Flaming Lips (cuarto de los EPs grabados en colaboración por la banda de Wayne Coyne en 2011, tras Neon Indian, Prefuse 73 y Lightning Bolt) y más recientemente, el disco con Kim Gordon y Thuston Moore (ya ex) Sonic Youth, en un intento demasiado previsible de juntar las disonancia y la energía eléctrica de éstos con la parte más experimental del grito primario, vía No Wave.
Hace poco más de una semana, Lady Gaga, quien ha colaborado en directo con Ono y su banda y ha mostrado su admiración por la obra de la artista japonesa en numerosas ocasiones recientemente, ha sido reconocida con el premio Lennon-Ono Premio de la Paz. Un mes antes hacía lo mismo con Pussy Riot.
¿Quién viaja en el mapa entre John Cage, Ornette Coleman, John Lennon, Sonic Youth, Basement Jaxx y Lady Gaga? Sí, una bruja llamada Yoko Ono, de la que la semana que viene traeremos más filtros y hechizos.
¿Quién viaja en el mapa entre John Cage, Ornette Coleman, John Lennon, Sonic Youth, Basement Jaxx y Lady Gaga? Sí, una bruja llamada Yoko Ono, de la que la semana que viene traeremos más filtros y hechizos.
por Abel Hernández
Fuente: http://www.elcultural.es
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