El clímax llegó hacia la mitad de la velada, con una lectura de uno de los tempranos éxitos de la banda, Love me do, que corrió a cargo de Sidonie con Ruben Pozo. Y eso que, tras una lectura atenta del repertorio escogido por los jóvenes (y no tan jóvenes) émulos de los cuatro fabulosos, dos cosas quedaron claras: la influencia de la última parte de aquellos ocho maravillosos años, la más sofisticada y compleja, es muy superior a la de la primera, tan inmediata y despreocupada, y la escena musical española (o al menos, la parte que ayer se congregó en la Joy) es más lennoniana que otra cosa. El número de composiciones aportada por el bueno de John superó con creces a las de McCartney. También hubo, dicho sea de paso, un puñado de recuerdos a George Harrison.
Abrieron Pasajero con Revolution, y sí, todos seguimos queriendo cambiar el mundo, aunque la cosa no empezara a coger cuerpo hasta después, con Smile y sus coros acompañados por armónica de All you need is love, el desparpajo de Georgina (Across the universe) o Miss Cafeina y las armonías vocales de Taxman. “Hemos venido a rendir homenaje a una de nuestras bandas favoritas, si no la favorita”, exclamó Alberto Jiménez, su cantante, en un parlamento que pudieron suscribir casi todos los participantes de una fiesta que vino a conmemorar tanto el medio siglo del primer número uno de los Beatles como la salida a partir del domingo, con EL PAÍS, de la colección de los discos oficiales remasterizados de la banda. Una velada que tuvo unos 900 invitados y se dio en llamar A hard (thurs)day’s night, en alusión al disco y la película del mismo nombre.
La noche del jueves fue tan agitada como la cinta de Richard Lester y no tan dura después de todo, teniendo en cuenta la dificultad logística de programar 17 conjuntos en un intervalo de dos horas. Todo tuvo un reconfortante aire de local de ensayo, como parecía lógico; no por casualidad, las canciones que ayer sonaron llevan generaciones inspirando a chicos de todo el mundo a meterse en apestosos lugares bajo tierra para dar cuerpo a un repertorio, salir al mundo, tratar de vender los discos suficientes, conocer a un buen montón de gente, acabar por ser más famosos que Jesucristo y volver a casa a tiempo para escribir una canción para mamá, como hizo Lennon con Julia, que ayer interpretó en formato cantautor con guitarra eléctrica Rubén Pozo, mitad de los extintos Pereza.
Por suerte, Pozo no fue el único que se atrevió a pervertir el testamento de los Beatles. Si Rozalen atacó Get back con una guitarra sola en vista de la súbita baja de la segunda prevista, Rufus T. Firefly salieron indemnes de la osadía de dar la vuelta a Tomorrow never knows por el camino que marcan sus aristas más desquiciadas y Tuya resultaron originales con I am the Walrus. Cada cual, en realidad, se trajo a su terreno el vasto legado del inagotable grupo. Coque Malla hizo que Why don’ we do it in the road sonase como un pringoso trallazo de pub rock y Marlango convirtió, con Leonor Watling al frente, When I’m 64 en un juguete digno de un cabaret del Berlín de entreguerras o de un bar de transformistas de San Francisco venido a menos. Cerraron la noche Russian Red, llegada de Los Ángeles después de una prolongada ausencia de los escenarios españoles y Coronas, con su subversión instrumental del legado, que despidieron el concierto con una arrogancia digna de los de Liverpool: “A los Beatles, que les den. Estamos seguros que Lennon estaría de acuerdo con esto”.
Iker Seisdedos
Fuente: http://cultura.elpais.com
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