miércoles, 21 de agosto de 2013

Van Morrison mató a mi marido. A disgustos

 
La última de Van Morrison: el norirlandés echa chispas al saber que Warner va a reeditar uno de sus discos más populares, Moondance, en versiones ampliadas. Según Van, “mi compañía de management regaló esa música hace 42 años y ahora siento que me la vuelven a robar de nuevo”.
Apuesto a que Morrison ya no recuerda el inmenso alivio que sintió en 1968 cuando firmó con Warner. La pequeña compañía que le lanzó como solista estaba de capa caída. Su fundador, Bert Berns, había muerto de un infarto (para la viuda, consecuencia directa de los disgustos que le causaba Van). Su contrato pasó a unos acreedores, caballeros amenazadores de apellidos italianos.
Cierto, cuesta aceptar que una disquera de éxito entrara en números rojos. Se supone que Bertrand Russell Berns (1929-1967) tenía el toque del Rey Midas. Nacido en el Bronx, de padres rusojudíos, había desarrollado pasión por la música afrocubana, llegando a vivir en La Habana prerrevolucionaria. Algo de esa querencia latina aparecía en su primer gran impacto, el Twist and shout de los Isley Brothers, luego universalizado por los Beatles.
Ace ha editado dos volúmenes de The Bert Berns story que explican minuciosamente sus ocho años de actividad, con gloriosos trabajos para Solomon Burke (Cry to me, Everybody needs somebody to love) y otras figuras de Atlantic, como The Drifters, Esther Phillips, Wilson Pickett o Barbara Lewis. Aportó piezas esenciales para el cancionero de Janis Joplin, como Piece of my heart (originalmente grabada por Erma Franklin) y Cry baby (idem por Garnett Mimms). Además, proporcionó material a los Animals, Lulu o Them. El cantante de estos últimos se llamaba Van Morrison.
En 1965, Bert Berns tenía suficiente estatura en el negocio para montarse su propio sello, Bang Records. Que dio sus primeros pasos con hazañas de los Strangeloves (I want candy) y los McCoys (Hang on Slooppy). Aunque el verdadero tesoro de Bang estaba en dos cantautores rockeros: un chavalito judío de Brooklyn, Neil Diamond, y Van Morrison. El de Belfast quería un éxito que le estableciera como solista, pero cuando lo consiguió —Brown eyed girl, 1967— le reconcomía que sonara en versión censurada. En Bang grabó su estremecedor T. B. sheets, 10 minutos donde exploraba su horror ante una antigua novia aquejada de tuberculosis. Y encajaba en el universo sonoro de Berns: su Chick-a-boom era un rock latinizado marca de la casa.
¿Cómo el contrato de Van terminó en manos de la Mafia? Solía ocurrir que las independientes, necesitadas de liquidez, pedían un préstamo a usureros; al no conseguir cobrar, estos se quedaban con activos de la compañía. Al menos, eso pensaba Joe Smith, futuro presidente de Warner Music. Indagó y se enteró de que los nuevos propietarios del contrato carecían de vocación por la industria musical y estarían encantados de cederlo por 20.000 dólares, en efectivo. No les caía bien Morrison: se había instalado en Massachusetts, pretendiendo esquivar sus compromisos con Bang.
Joe Smith lo cuenta como una secuencia de Martin Scorsese. Tras convencer a la cúpula de Warner de que Morrison es un artista estratégico, se cita en un desierto almacén neoyorquino con dos tipos. Ellos muestran el documento de cesión del contrato, él entrega su maletín lleno de dólares. Cuando se marcha, Smith se siente paranoico: quizá abajo le esperan unos cómplices para robarle el contrato... o peor. Abre una ventana y se tira desde el tercer piso (“Sabía hacerlo, estuve en los paracaidistas”). Solo respira tranquilo cuando pilla un taxi y se aleja. Pocas semanas después, Van Morrison entra a grabar Astral weeks, seguramente ignorante de que pudo terminar en el fondo del río Hudson.

Diego A. Manrique

Fuente: http://cultura.elpais.com


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